LA COMULGANTE

Relato inspirado en “La comulgante”, cuadro de la pintora Maria Blanchard, 1914 Proyecto Visibi- liz-ARTE.

Como cada tarde a las cinco en punto, empezó a sonar por los altavoces la Opertura 1812 de Chaikovski. A los pocos segundos, una turba enloquecida de niños y niñas corría hacia las puertas principales del recinto, mientras, como las tropas de Napoleón ante la inminente llegada del ejército ruso, decenas de padres y madres se parapetaban al otro lado del muro.

Pero Rebeca siempre esperaba a que el campo de batalla estuviera despejado antes de salir a escena. No es que le intimidaran las aglomeraciones, pero detestaba los cuchicheos que solían producirse cuando aparecería con su silla de ruedas.

–¿Cómo han ido las clases? le preguntó su madre, tras estamparle un ruidoso beso en la me- jilla.

Bien respondió con indiferencia. No le dijo que había sacado un sobresaliente en matemáticas. ¿Para qué, si era lo normal?

–¿Sabes? Hoy te he preparado una sorpresa – continuó.

–¿Cuántas veces te he dicho que no me gustan las sorpresas? refunfuñó Rebeca.

Su madre agarró el manillar de la silla de ruedas y comenzó a avanzar por la acera.

Pues esta te va a encantar.

–¡Puedo sola! protestó.

Lo sé, pero el tiempo apremia. El museo está a punto de completar el último turno de visitas.

La niña accionó el freno e inquirió, muy seria: –¿Qué museo?
Tengo dos entradas para el Reina Sofía le confesó su madre.
–¿El de las pinturas? torció el gesto.
Sí… Sé que te gusta mucho dibujar, he visto tus cuadernos, y pensé que te haría ilusión. 

Sólo son bocetos a carboncillo, nada del otro mundo. Además, no deberías registrar mis cosas… Lo que en realidad me gustaría es poder jugar al baloncesto con el equipo del colesoltó con hiriente serenidad.
Hija, no empecemos, por favor…
Rebeca podía pasarse horas encerrada en su cuarto con un lápiz y un papel. Había descubierto su afición al dibujo artístico, que mantenía en secreto, después de quedarse paralítica dos años atrás, por culpa de un accidente de tráfico. Sus padres salieron indemnes, pero ella sufrió la rotura de una vértebra y perdió la sensibilidad en las dos piernas. A pesar de las cuatro intervenciones quirúrgicas a las que fue sometida sin éxito, sus padres nunca perdieron la esperanza de que algún día pudiera recuperarse; pero ella sí, y la rabia que acumulaba afectaba a su carácter: de ser una niña alegre y divertida, había pasado a comportarse como una jovencita rebelde y consentida.

Entraron en el museo. Salvo por el chirrido de los engranajes de la silla de ruedas, reinaba un apabullante silencio. Rebeca apenas se fijaba en los cuadros, solo quería acabar cuanto antes el recorrido, marcharse a casa y conectarse a inter- net para chatear con sus amigas virtuales… Además, ella nunca pintaría así. ¿Por qué su madre se empeñaba en hacerle sentir como una inútil? Ya tenía bastante con que la gente la mirara con lástima al pasar a su lado, ver correr a sus amigas en el patio mientras ella almorzaba bajo el mismo árbol cada día y a la misma hora, o soportar la incómoda condescendencia de sus profesores.

Pero entonces, se topó con aquel singular óleo de llamativos colores. Incapaz de apartar la mirada de él, se detuvo.

Su madre le preguntó sorprendida:
–¿Te gusta?
Para nada. Es grotesco.
Sin embargo, algo en él te ha llamado la atención.
¿Es que no lo ves? señaló.
En el cuadro aparecía una niña vestida de comunión, con el rostro muy pálido, expresión de apatía y el cuerpo rígido como el de un cadáver, junto a una cortina de color burdeos y un reclinatorio.

Su madre se acercó al panel de información que había junto al marco y leyó:

–”La comulgante, de Maria Gutiérrez Blanchard. 1914. Óleo sobre lienzo.

Rebeca esgrimió con sarcasmo:
Vaya, qué interesante…
–¿A ti qué te sugiere? continuó la otra, armándose de paciencia.
No entiendo la pregunta.
–¿Qué piensas cuando lo miras?
Que la niña parece enfadada, como si no quisiera estar ahí.
Pero debería ser el día más feliz de su vida, ya que está a punto de tomar la comunión, ¿no crees?

–¿Y si no quiere hacerlo? Puede que sus padres la hayan obligado… Y encima la visten así, como un pastel de nata.

Estoy de acuerdo contigo. No todas las niñas quieren ser princesas.

Ni muñecas de porcelana apuntó Rebeca.

Quizá le hubiera gustado vestir de otra forma… No sé, con unos vaqueros y una chaqueta de cuero llena de flecos y tachuelas.

Al oír aquello, Rebeca, por primera vez en mucho tiempo, esbozó algo parecido a una sonrisa.

¿Sabes? prosiguió su madre, fingiendo no ha- berse percatado de su reacción, y señaló la parte inferior del panel, donde aparecía una breve bio- grafía de la pintora. Según pone aquí, la autora nació con una severa deformidad, por culpa de una caída que sufrió su madre cuando estaba embarazada.
¿En serio?

La columna se le desvió de tal forma que le impidió caminar con normalidad durante toda su vida. Pero logró vencer sus miedos, los prejuicios de los demás y, tras estudiar pintura y descubrir sus grandes dotes para el arte, llegó a ser una de las pintoras españolas más reconocidas de su época.

Rebeca frunció el ceño.
Creía que solo había pintores famosos.
Ya ves que no, aunque las mujeres siempre hemos tenido que esforzarnos el doble que los hombres para que se reconozca nuestro trabajo. Gracias a mujeres como Blanchard, algún día conseguiremos la plena igualdad.

Rebeca volvió a mirar el cuadro, ahora con una muestra de respeto y admiración.

Ya lo entiendo… No quería pintar un cuadro bonito, sino mostrar lo que nadie quería ver.

Una lectura interesante admitió su madre, complacida por su deducción.

Al momento, una voz neutra y fría anunció por megafonía: Por favor, vayan dirigiéndose hacia la salida. El museo cerrará sus puertas en quince minutos

Al salir a la calle, Rebeca sintió que algo había cambiado en su interior. Los árboles, los bancos de madera, las farolas… Hasta el cielo parecía desprender un brillo muy especial.

Gracias, mamá suspiró.
Me alegra que te haya gustado la visita. ¿Antes de ir a casa podemos pasar por una

papelería? prosiguió. Me gustaría comprar acuarelas. Quiero dar color a mis dibujos de carboncillo.

Claro que sí, mi vida. Claro que sí…

Manuel Pérez Recio